Por: Teo Cromberg

La música nace de la improvisación. La notación llega mucho más tarde, seguramente como ayuda para el recuerdo de melodías que se creían memorables. Melodías cuyas notas podían ser buscadas en los instrumentos de cuerda o de viento. La notación del ritmo debió en cambio hacer un camino más incierto hasta llegar a las soluciones de hoy día. Pero la posibilidad de anotar la música, además de resultar en otras consecuencias importantes, condujo al concepto de obra.

El concepto de obra, de pieza musical escrita de una vez para siempre, ganó gran prestigio en la tradición de la gran música occidental, con la pérdida progresiva del arte de la improvisación (es sabido, no obstante que, para citar sólo unos pocos nombres, Mozart, Beethoven, Chopin, eran reconocidos por sus grandes dotes de improvisadores).

Es así que el salvajismo de los primeros improvisadores negros de jazz estaba destinado a provocar la admiración y la envidia de los compositores académicos, que sólo pudieron responder con más música escrita que remedaba el nuevo estilo.

Sin embargo, compositores interesados en una intervención mayor del intérprete en la gestación de la obra idearon, particularmente desde la década de los años cincuenta del siglo pasado, nuevas grafías que guiaban y estimulaban la intervención espontánea de los instrumentistas. Esta situación se ha acentuado en los últimos años, particularmente con la utilización de las computadoras en el escenario programadas a los fines de la improvisación. De esta manera, compositores que habían abandonado el instrumento, encuentran en la computadora la posibilidad de intervenir de manera activa en las performances.

En 1986, Frank Zappa lanzó «Jazz From Hell», un disco de composiciones originales interpretadas de manera electrónica usando el Synclavier.

 

Sin embargo, la espontaneidad que brinda operar en un instrumento acústico, que permanece invariable y al que se han dedicado muchas horas de entrenamiento, siempre aportará un plus de virtuosismo frente a dispositivos cuya bases, tanto de software como de hardware, están en permanente evolución, dificultando así el desarrollo de un virtuosismo específico.

Es así que, ante la necesidad de permitirse la intervención en la creación de momentos espontáneos en sus obras, el compositor actual debería dirigir su mirada al modelo que proporciona el músico de jazz.

El músico de jazz típico no se relaciona con la música, con el sonido, a través de la hoja de papel o de la computadora, sino a través de su instrumento. Es esta una relación profunda que se asienta a través de años de trabajo sobre los modos de toque y sobre diseños armónico – melódicos que la mano va incorporando y que son los que mejor sirven a su personalidad musical.

En muchos casos, el compositor de música popular se caracteriza por crear música para su propio instrumento, a través del cual presentará más tarde el fruto de sus esfuerzos creativos. En esto difiere de la figura del compositor académico, donde la elección del orgánico de la obra a realizarse está menos restringida. No obstante, el precio que a veces paga el compositor académico, si se concibe a sí mismo sólo como un escritor de música, puede ser muy alto, al grado de sentirse frustrado como músico.

Las técnicas instrumentales del músico popular puede dar lugar a hallazgos personales que no requieran de una técnica depurada y más universal. Basta pensar en las mejillas infladas de un Dizzy Gillespie, en el par de dedos itinerantes de Django Reinhardt, en los dedos quebrados de un pianista del cual nunca supe su nombre. El músico de jazz reconoce y valora la técnica refinada de los grandes intérpretes de música “clásica”, claro, pero también se deslumbra con la fantasía genial de un diamante desaforado como Jimi Hendrix, que reinventó la guitarra eléctrica de un modo tal que las consecuencias de sus invenciones están lejos aún de ser agotadas.

Otra característica del músico de jazz, en tanto músico popular, es su participación en pequeños grupos de creación espontánea. Estos grupos suelen presentarse en lugares pequeños, más bien íntimos. Se trata de una música de bar.

La música contemporánea académica y el jazz que siempre amplía sus fronteras encuentran en el ejercicio de la improvisación libre un frente de confluencia que merece ser transitado. Esto es así debido a que la aproximación creativa que, a través del cultivo de su instrumento, ensaya el músico de jazz, es pensable en cualquier estilo de música. Es posible que algunos compositores recuperen la experiencia de la creación performática, que creen desde la performance.

Es posible que esta nueva perspectiva dé origen también a un empleo más necesario, menos arbitrario y experimental , de las nuevas grafías investigadas desde hace más de medio siglo. Que sean usadas, no como un camino de mera novedad, sino como recurso para resolver problemas que aparecen en la práctica. Una inventiva fértil en este terreno puede sin duda dar respuesta diferentes a las que puede imaginar el compositor-instrumentista en su práctica musical.

Estos caminos ya se están recorriendo: es de esperar que den lugar a frutos tan novedosos como auténticos.

Escuchá Atonalismo de Bar, el último disco de Teodoro Cromberg

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